13 noviembre 2014

"No todo es malo pero todo es peligroso": hegemonías, ortodoxia y resistencia


"No es que todo sea malo, es que todo es peligroso"... son palabras de Michel Foucault que resuenan en mi cabeza cada vez que escucho discursos que se proclaman poseedores de la verdad. En el caso de las religiones, no es que sea malo tener fe, creer que habrá un mundo más perfecto después de éste, encontrar consuelo en la promesa de felicidad y justicia ofrecida por un ser divino. El problema es que el camino para llegar a ese deseado estadio ideal se señale como único, indiscutible y superior a otras formas de conducirse en la vida.

El problema es que en sus manifestaciones más extremas, el discurso religioso termine representando a los "infieles" como enemigos a los que hay que eliminar. La forma de organizarse de las religiones institucionalizadas se reproduce en muchas otras instancias sociales. Hay colectivos laicos, por ejemplo, que también reunirían las características suficientes para ser considerados "sectas", porque proclaman, por ejemplo, principios o verdades fundamentales que a la vez son el mecanismo y el parámetro para delimitar quién se puede considerar humano y quién no. Quién merece un lugar en la sociedad y quién debe ser marginado.

No tiene nada de malo, entonces, aferrarse a una identidad, a una forma de ser y de hacer las cosas. Así, en principio no es "malo", por ejemplo, recurrir a la medicina homeopática, a la acupuntura, a la terapia con imanes, etc., para sanarse a uno mismo. Pero es peligroso cuando se pretende universalizar estas formas de ser y hacer, imponiéndoselas a otros, tal vez más vulnerables e indefensos. No es una paradoja fácil de resolver. Tal vez uno de los argumentos que más escucho entre colectivos que promueven formas de vivir que se parecen a recetas, es el que nos advierte que no debemos contariar a la "naturaleza". Los argumentos biológicos esencialistas se han usado a lo largo de la historia en discursos calificadores y descalificadores de todo tipo; han servido para fundamentar el racismo, el especismo, el sexismo, la homofobia y otras formas de segregación. A veces el argumento parece benigno o al menos inocuo, como el discurso sobre la lactancia materna que continuamente moraliza lo natural -el ser mamífero, el ser mujer-, con más frecuencia incluso que cuando recurre al argumento de la salud y el bienestar (basado a su vez, en ciertas moralizaciones de lo biológico). Otras veces el discurso es frontalmente hostil, como cuando se criminaliza a quien realiza actividades sexuales contra natura. En mayor o menor medida, todos estos discursos tienen un potencial de descalificación de las formas de ser  y vivir alternativas. Ese es el peligro.

Desde los conflictos que vivimos a diario en discusiones que tal vez no trascienden, pasando por los desacuerdos políticos y llegando hasta las grandes guerras, nuestras confrontaciones suelen estar informadas por nuestras caricaturizaciones de lo que es y no es humano, de lo que es y no es normal, de lo que es y no es desviado. Y sin embargo, no ha escapado a la crítica anti-esencialista, que todo está mediado por el lenguaje, incluso lo que creemos más natural y fáctico, incluso nuestro cuerpo, incluso algo tan "primario" como nuestros órganos y sentidos. Nada existe si no le damos un significado a través de nuestros sistemas de símbolos y comunicación. Pero justamente por eso, porque no hay significados inalterables ni discursos definitivos, existe la posibilidad de subversión, de emancipación a través de la resistencia. Por eso, porque nada es natural o normal sino cuando decimos que lo es, existe la posibilidad de crear un mundo no violento y de emprender acciones políticas que no produzcan sermones, fórmulas y recetas, sino que alimenten la conciencia de que siempre es posible reinventarnos y descubrir la belleza de lo que aún no sabíamos que podíamos ser.