17 marzo 2015

Machismo en la izquierda y autonomía en el feminismo


La relación entre los movimientos sociales y las instituciones de gobernanza -ya no solo estatales sino también transnacionales y supranacionales- siempre ha sido problemática. Los movimientos sociales encarnan la resistencia política y visibilizan eventos de injusticia social facilitados en gran parte por formas de concebir el mundo que normalizan a ciertos individuos y marginalizan a otros. Las instituciones consolidadas, por su parte, con frecuencia reproducen esas formas de normalización. Estas luchas de resistencia han caracterizado también a los movimientos feministas, movilizados para desenmascarar y aliviar la subordinación de las personas, roles y espacios sociales que se identifican con "lo femenino".

De acuerdo con estudios cualitativos y cuantitativos, un factor determinante para el desarrollo de legislación y política pública tendiente a garantizar los derechos de las mujeres es la existencia de movimientos autónomos, es decir, organizaciones de mujeres cuyo objetivo principal sea promover una agenda feminista. En otras palabras, la existencia de comisiones u oficinas especializadas en "asuntos de mujeres" dentro de instituciones cuya razón de ser no es principalmente la reivindicación del estatus de las mujeres, no llega a ser un factor decisivo en los cambios que pueden producirse a nivel de gobernanza. Ni siquiera la presencia de mujeres en sectores clave, como los órganos parlamentarios, garantiza el desarrollo progresivo de acciones políticas que beneficien a las mujeres si no hay una relación o un diálogo con los movimientos autónomos.

Pero más allá de las reformas (pues enseguida surge el problema de su implementación, eficacia y efectos en la vida cotidiana de las mujeres), la autonomía de los movimientos frente a posibilidades de negociación estratégica con instituciones, y los riesgos de co-optación que ésta última conlleva, cobra importancia en el actual escenario político del Ecuador y otros países de América Latina en los que programas generalmente considerados de izquierda han conseguido posicionarse y ganar estabilidad. La problemática relación entre gobiernos y movimientos sociales está atravesada por paradojas que nos invitan a preguntarnos por qué persisten discursos machistas y misóginos al interior de muchas formas de praxis política que está asumiendo la izquierda actualmente.

Suspendiendo el debate no menos importante sobre si estos regímenes pueden o no considerarse de izquierda o si son más bien una reorganización de los recursos tecnocráticos de una derecha que ha logrado reinventarse, quiero mencionar ahora que no pienso que haya en la izquierda tradicional algo intrínsecamente emancipador en materia de género y sexualidad. Con esto no quiero decir que la derecha sea preferible, ni que las vertientes de la izquierda no hayan abordado el problema de la subordinación de las mujeres -aunque muchas veces como uno de los aspectos de la subordinación de clase-, o que no hayan sido influyentes en el pensamiento feminista asumiendo luego formas más autónomas. Sin embargo, es perfectamente posible que exista una izquierda conservadora en materia de género y sexualidad; que un programa político que considere e incluso resuelva situaciones de exclusión económica, margine o hasta propicie retrocesos en materia de ciudadanía sexual.

A mí me parece que estas paradojas pueden entenderse en buena parte recurriendo a los comentarios que se han hecho desde el feminismo crítico. Un recurso analítico particularmente relevante para América Latina es la noción de "colonialidad", que se refiere a la permanencia en el presente de estructuras discursivas de naturaleza binaria, dicotómica y jerárquica, impuestas a partir del fenómeno de la colonización y que han producido una hegemonía que subyace a todo el espectro político post-colonial. Estos binarios clasifican y organizan a los individuos distinguiendo a los "más humanos" de los "menos humanos" y negando las formas de conocimiento que no se corresponden con el paradigma colonial. El racismo por ejemplo, no es patrimonio exclusivo de uno u otro programa político, sino más bien es una práctica de división que asumimos en todos nuestros discursos, una categorización a través de la cual entendemos la realidad misma e identificamos a las personas produciendo al mismo tiempo las etiquetas y clasificaciones que se les asignan. Algo análogo ocurre respecto de las jerarquías basadas en el género y de hecho, a través de la colonialidad, las prácticas racistas y sexistas se articulan en un mismo aparataje. Michel Foucault se refirió ya a la biopolítica y a la gubernamentalidad entendida como la disposición móvil de discursos y prácticas que naturaliza ciertos comportamientos y conceptos y los constituye como verdaderos para producir las categorías a través de las cuales determinamos objetivos políticos encaminados a la administración de la vida, a la "optimización" de la población, a la "protección" de espacios sociales claves como la familia. Y a propósito de ello, voy a mencionar un ejemplo de la historia que puede sevirnos para visibilizar la colonialidad del género. 

Aunque el feminismo de corriente principal suele narrar que la llamada violencia doméstica estuvo hasta determinado momento invisibilizada y circunscrita al ámbito privado, y que el Estado se ha mantenido históricamente al margen del ámbito familiar autorizando e incluso legitimando la violencia en ese espacio, hay historiadoras feministas que han revelado que la relación entre el Estado, la construcción de la nación, la familia y los temas de raza y género han estado vinculados mucho más estrechamente de lo que normalmente asumimos. El Estado ha intervenido en el disciplinamiento de la familia desde tiempos coloniales y ciertamente desde los primeros años republicanos. Mecanismos para la resolución de conflictos maritales han existido desde la época colonial en que se resolvían en la Iglesia -luego secularizados con el republicanismo-, y fueron implementados con la finalidad de proteger a la familia como sujeto político clave en unos territorios que, luego de las guerras de independencia, eran sumamente inestables, caóticos, heterogéneos y difíciles de administrar. En el Ecuador de los años 30 ya existían disposiciones penales que fueron utilizadas por las mujeres para escapar de la violencia: un artículo del código entonces vigente imponía la reclusión en un hospicio para los hombres que fueran encontrados ebrios más de cuatro veces en un período de 90 días. Cuenta Kim Clark que el mejor argumento que una mujer podía esgrimir para conseguir que un policía arreste a su marido abusivo, era sostener que él era un peligro para su familia. Naturalmente, estas normas no fueron promovidas por las feministas de la época, sino que estaban inscritas en unos programas estatales que no cuestionaron a las estructuras sino que produjeron un nuevo patriarcado que ponía énfasis en la responsabilidad del buen padre que debía proveer para una familia armoniosa (blanca y cristiana), complementado por una esposa y madre devota.

Tal vez no deba sorprendernos, pues, que la penalización de la violencia "intrafamiliar" haya sido más fácil de obtener que otras peticiones de los movimientos de mujeres -como la despenalización del aborto- que interrogan frontalmente los roles asignados a las mujeres dentro de la familia como espacio de normalización y disciplinamiento. Cabe señalar que en muchos aspectos América Latina es una región pionera que conoció un "boom" de leyes sobre violencia de género en los años 90 y hoy es protagonista en discusiones como la criminalización del femicidio y el feminicidio. Pero, me parece a mí, que el marco de inteligibilidad de la criminalización se encontraba ya establecido a través de la colonialidad y ha permitido que ciertas demandas sean vistas como más "aceptables" que otras. América Latina también es una región en la que el aborto sigue criminalizado en la mayoría de los países. Y con esto no quiero negar los resultados favorables que la legislación penal sobre violencia pueda producir -sobre todo a nivel simbólico-, pero vale la pena recordar que desde el propio feminismo se han cuestionado los efectos marginadores, represivos y discriminatorios de las herramientas penales.

Y volviendo a la pregunta inicial, a la paradoja de negociar con el Estado y otras instituciones -muchas veces frente al dilema ético de estar hablando a nombre de las que no tienen voz-; volviendo a la paradoja de una izquierda que sigue siendo misógina, es necesario recordar constantemente que la institucionalización y la tecnocratización del conocimiento feminista nos acercan a la despolitización de nuestras luchas y pueden reproducir la colonialidad. Yo soy una feminista relativamente "nueva"; no estuve allí cuando se consiguieron logros históricos en materia de derechos de las mujeres, pero admiro y respeto profundamente a las incansables actoras que entonces alzaron la voz y que hoy todavía, desde su invalorable experiencia, nos advierten sobre el riesgo de homogeneización de los movimientos sociales, a través de su involucramiento en las redes políticas tradicionales. Debemos escuchar. Debemos procurar reinventar la autonomía, reconocer las limitaciones de los espacios institucionales de poder político, pensar que tal vez nuestras luchas están solo en nuestras manos, que no se van a posicionar de manera automática transitando otros caminos por progresistas que parezcan. Desde la izquierda debemos criticar a la izquierda, y desde el feminismo debemos criticar al feminismo.