08 octubre 2017

No es fuerza de voluntad ni cuestión de imagen: sobre mi relación con los alimentos.

El cambio visible es de imagen, pero el cambio verdaderamente radical no se ve: hace un par de años di un giro completo a mi relación con los alimentos.

Muchas personas asumen que una dieta sana es una dieta aburrida o incomible. No pocos me han dicho "yo nunca podría dejar de comer chocolates". Otra exclamación que escucho con frecuencia es "admiro tu fuerza de voluntad". Aunque sé que los comentarios son hechos con las mejores intenciones, luego de años oyendo lo mismo he llegado a tener listas respuestas automáticas, más o menos tajantes, para ciertas cosas que me irritan en particular. Pero volviendo al tema, cuando converso con la gente sobre mi estilo de vida, me da la impresión de que se imaginan que vivo una vida ascética, practicando ayuno, entrenando tres horas diarias desde las 4 am y sin probar ni un gramo de azúcar en años.
Si llevara una vida de privaciones, y si todo fuera cuestión de fuerza de voluntad, hace años que me habría dado por vencida. Soy afín a las teorías que ven a la fuerza de voluntad como un recurso limitado. Sirve para comenzar proyectos, pero no para darles continuidad. Se necesita fuerza de voluntad para empezar a hacer algo que nunca antes se ha hecho, pero para mantenerlo en el tiempo lo que hacemos es adquirir el hábito. Para adquirir un hábito es necesario disfrutar la conducta que se repite. Por ejemplo, si no me gustara mi rutina de entrenamiento, sencillamente no la practicaría. Si no me gustara el sabor de mis alimentos, no los comería. Mi "secreto" (además de entender el principio básico de balance calórico), ha sido encontrar el deporte que en verdad disfruto y la comida que más me gusta. No me fuerzo a hacer nada y tampoco me abstengo de todo.

El asunto es que, una vez que una persona ha adquirido saberes sobre la importancia de los alimentos y el ejercicio, es difícil seguir con un estilo de vida sedentario y descuidado sin sentir que estamos acelerando los procesos de la muerte. No exagero; la vasta mayoría de investigaciones sobre salud y bienestar apuntan a lo que comemos y cuánto nos movemos como factores determinantes de nuestra posibilidad de longevidad, incluso más allá de la genética. Así, si en mi cabeza ya está muy claro el proceso que ocurre cuando como, por ejemplo, grasas trans, difícilmente me puede provocar comer un producto que las contenga, por mucho que me lo ofrezcan. 

Entonces, lo que ha cambiado en el fondo es la forma cómo veo a los alimentos. Ahora veo a las frutas y vegetales como medicinas; a la comida que preparo en casa como la mejor expresión de amor por mi familia. Cuando sé que voy a tener un desafío particular en mi día, como una presentación de conferencias o un panel, escogo los alimentos que sé que potencian los procesos mentales. Regulo mi digestión con la comida; fortalezco mis defensas con la comida; recargo mi energía para ir al gimnasio con la comida. La comida sigue siendo uno de los centros de mi vida, pero no como válvula de escape, sino como combustible y sanación.

Si tuviera que resumir mis aprendizajes de estos últimos años en pocas palabras diría: encuentra la forma de comer la mayor cantidad de nutrientes consumiendo la menor cantidad de calorías; encuentra un deporte que te apasione; mira a los alimentos como la mejor medicina preventiva.