18 junio 2008

Un examen de conciencia para los rockeros

El trágico acontecimiento suscitado hace varias semanas en la sala de eventos Factory, de Quito, provocó algunos debates acerca del reducido espacio cultural que tiene el rock en nuestro medio. Como muy pocas veces, la escena rockera tuvo presencia en los medios masivos de comunicación y se generaron diferentes foros para discutir las circunstancias que de forma directa o indirecta incidieron en lo ocurrido. Pasada la polémica inicial, y sin poner en tela de juicio en legítimo derecho de los jóvenes rockeros a solicitar más y mejores espacios para la difusión de sus expresiones artísticas, cabe también que nos preguntemos si no somos los propios rockeros sumamente intolerantes frente a quienes tienen gustos y vidas distintas.



Junto a mi grupo de trabajo tuve la oportunidad de participar en un desfile de solidaridad con las víctimas del incendio, desfile que se llevó a cabo en Cuenca un par de semanas después de la tragedia y contó con la presencia de voceros del gobierno y el manager de los hermanos de la banda gótica Zelestial. Un grupo bastante extenso de gente vestida de negro caminó por las calles céntricas de la ciudad portando pancartas y gritando consignas que hacían referencia básicamente a la necesidad, como mencionamos ya, de que las diferentes culturas urbanas asociadas con los géneros rock, cuenten con espacios más adecuados para vivir su idiosincrasia y el apoyo institucional necesario para garantizar la calidad y la seguridad en los eventos. Posteriormente, a raíz de algunas conversaciones casuales mantenidas con compañeros que trabajan en la promoción artística, reflexioné sobre una frase que me repetían desde la infancia: "no se tiene derecho a exigir lo que no se es capaz de dar".

Parece apropiado que todos quienes vivimos la cultura rock nos preguntemos también si somos tolerantes y abiertos de mente. He asistido a conciertos en los que alguna banda ha sido ridiculizada e incluso agredida por el público simplemente porque su música pertenecía a un género distinto al que escuchaban la mayoría de los presentes; un ejemplo: en el QuitoFest del año pasado, cuando la poderosa banda estadounidense Darkest Hour subió a escena un poco antes de lo programado, ya que quienes debían actuar en ese momento tuvieron problemas para llegar puntuales; gritos insultantes y hasta botellas de plástico cayeron sobre los miembros de uno de los grupos más representativos del metal contemporáneo, sin ninguna razón lógica: sólo que parte del público quería ver de inmediato a su banda favorita y no pensó siquiera en la opción de deternerse un momento a escuchar la novedosa propuesta de los gringuitos.

Esta suerte de discriminación al revés se produce seguido y de maneras diferentes: los rockeros reclamamos respeto pero no respetamos a quienes llevan estilos de vida distintos. Creemos que escuchar reguetón o pop merece la pena de muerte. Pedimos tolerancia pero mostramos mucha agresividad contra grupos insertos dentro de nuestra propia escena, como los llamados "emo" que son víctimas de violencia física o cuando menos blanco de burlas. Solicitamos espacios adecuados para realizar nuestros eventos pero no tenemos cuidado con las facilidades de los pocos locales que existen y hemos llegado incluso a destruirlas porque algo no nos pareció bien. Exigimos apoyo económico de instituciones públicas y privadas pero no somos capaces de apoyar a nuestros propios artistas pagando una entrada que generalmente no sirve ni para cubrir los gastos que hacen los organizadores, y preferimos permanecer afuera de los eventos, consumiendo alcohol y haciendo gala de una rebeldía que más bien se parece al quemimportismo.

Siempre voy a creer que la vida en la escena rock puede llenar de satisfacciones a una persona; que gracias a los rockeros que sí valoran el trabajo de músicos y promotores ha sido posible mantener una cierta continuidad en la realización de eventos e incluso hemos visto a bandas legendarias en escenarios ecuatorianos. Tampoco he dejado de creer que la música rock sea un medio legítimo para expresar una particular actitud ante la vida y una forma especial de enfocar la realidad y los sentimientos, como tampoco dejo de afirmar que el apoyo institucional a nuestra escena es prácticamente inexistente y degenera en prejuicios infundados y absurdos contra toda estética alternativa. Pero la lucha tiene que darse también puertas adentro. Propongo un examen de conciencia y un desfile interior por la tolerancia, en el que sostengamos pancartas que nos recuerden siempre que todos merecemos respeto y que debemos ser nosotros el primer referente de la conducta que ahora exigimos a la sociedad y a los estamentos institucionales.

P.D. El vídeo del programa del señor Ortiz consta porque es necesario poner en evidencia la estrechez mental de ciertos "profesionales" del periodismo.

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