11 agosto 2011

Mientras se espera un hijo


A diario analizo esta singular experiencia  de estar esperando un niño; una vivencia que tristemente no siempre es lo que debería para todas las futuras madres. Mi profesión me ha permitido conocer casos de mujeres de condiciones diferentes y con problemas de toda índole, muchos embarazos no buscados que se cargan a cuestas como cruces, que se llevan a término con pesar y sufrimiento y desembocan en nacimientos que no se celebran y vidas sin regocijo. Luego los infantes deben sobrevivir con pensiones de poco más de veinte dólares, pagadas por padres que en los mejores casos ganan el mínimo salario y mantienen familias de hasta más de cinco hijos: tienen nociones precarias o nulas acerca de la planificación familiar. Las demandas de alimentos son muy numerosas en los juzgados del país y en la mayoría de los casos los jueces tienen que ajustarse a los valores mínimos establecidos en la tabla de pensiones vigente, que son a todas luces insuficientes frente a las reales necesidades de un bebé en desarrollo, como también es insuficiente el sueldo básico de un trabajador.

En la sociedad, como en todo sistema, una cosa lleva a la otra: un niño que se nutre deficientemente tendrá dificultades para aprender, estas se traducirán en incapacidad para adaptarse al entorno de forma normal, en carencia de las competencias necesarias para trabajar y procurarse un sustento básico para la supervivencia. Las necesidades insatisfechas, es sabido, se traducen frecuentemente en violencia, en resentimiento hacia un sistema que no se comprende y que no provee lo necesario para la tranquilidad. La violencia la vivimos todos en todos los ámbitos, sea como víctimas o como victimarios, la experimentamos en la política, en el trabajo, en las calles, en los centros educativos y, naturalmente, en el hogar. Así, la violencia intrafamiliar, es un problema serio en nuestro país, y las iniciativas por mitigarlo nunca han sido efectivas ni pertinentes. Las mujeres y los niños que sufren marginación social, precaria atención de salud e inadecuada educación, son por lo mismo más vulnerables ante todas las formas de violencia. Y el ciclo se repetirá.

Para las mujeres de clase media la situación quizá no sea tan extrema, pero hay otros matices sociales e idiosincráticos que se ponen en evidencia. Así, por ejemplo, el feminismo ha reivindicado históricamente la capacidad profesional y laboral de la mujer, que no debe sufrir discriminación de ningún tipo respecto al varón. Mi marido me ha comentado que una de las medidas adoptadas en Noruega para combatir la discriminación, fue aumentar el permiso por paternidad hasta prácticamente igualar el de maternidad -que es de casi un año-. Pero aquí sigue siendo una práctica común, por ejemplo, que los empleadores exijan un certificado de no estar embarazada para contratar a una mujer, y no cumplan con la equidad salarial. Cierto es que la madre de hoy puede ser profesional y trabajadora, pero esto no se traduce en una asunción por parte del padre, de las responsabilidades de cuidado de los niños que tradicionalmente corresponden a la madre. En otras palabras, la mujer de hoy tiene el doble reto de competir con los varones en el ámbito laboral y al mismo tiempo sacar adelante a su hogar y a sus hijos.

Por supuesto, hay un lado emocional del embarazo muy gratificante cuando éste ha ocurrido planificadamente y se goza de la atención profesional debida. En lo personal, la gestación ha sido una oportunidad para reconciliarme con mi propio cuerpo -aunque para muchas mujeres ocurre lo contrario-, para admirar las perfecciones e imperfecciones de la evolución de nuestra especie, reflexionar sobre el instinto de reproducción y cómo la civilización ha ido construyendo superestructuras culturales sobre ese hecho, y claro, ha sido un tiempo de compartir alegrías y temores con la familia y el compañero de vida, siempre con la ilusión de poder crear un remanso propio, un entorno seguro para uno mismo y los más cercanos, que llene de significado y atraviese todos los espacios vitales -eso que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos llamó la "búsqueda de la felicidad"-. Son esperanzas que el Estado nos garantiza como derechos, que la humanidad toda ha declarado fundamentales en los tratados sobre derechos humanos y cuyos caminos todavía se están construyendo para la mayor parte de los habitantes del planeta.

Ver la lucha diaria de los niños que están a merced de los vaivenes del sistema, hace que uno mantenga los pies en la tierra. Que no se olvide de sus innumerables fortunas, de las condiciones privilegiadas de las que se reniega a diario por la presión de una campaña mediática constante que hace creer que la capacidad adquisitiva es la esencia del bienestar. Conversar con madres resignadas que asumen su rol de la mejor manera en las peores circunstancias, hace que uno piense en cómo va a educar a sus hijos, en la necesidad de enseñarles a no ser indiferentes ante el sufrimiento ajeno, a sensibilizarse y a comprender las equivocaciones de los otros, sus conductas erráticas e incluso sus agresiones, que también las provocamos nosotros como piezas pasivas de un sistema que poco tiene en cuenta la dignidad. Esa dignidad que debemos reconstruir todos los días a través de nuestro trabajo, de nuestras reivindicaciones y de las luchas cotidianas, tangibles y simbólicas, que le dan sentido al hecho de estar vivo.